A menudo hay
personas que llegan a mi consulta exponiendo… “No sé cómo explicar lo que me
pasa. Aparentemente no tengo ningún problema: tengo trabajo, pareja, hijos, mi
familia está bien y, económicamente, afortunadamente no me falta de nada… Pero
me siento triste, sin ilusión, con una sensación de vacío…”
Analicemos
desde el principio…
Desde que
nacemos, venimos al mundo con una predisposición a ser felices, a disfrutar del
amor, de los placeres, a ser creativos, curiosos, libres… Basta observar a un bebé mientras juega: su
alegría, la curiosidad con la que explora todo lo que le rodea, la valentía con
la que acude a descubrir lo desconocido. Una verdadera ¡pasión por vivir! Y los
mayores, en nuestro afán de proteger y guiar a esa criaturita, vamos
advirtiendo de los peligros mundanos: ¡Cuidado!
¡Eso no! ¡Te vas a caer! Pronto llegan a la escuela donde tienen que
aprender a socializarse y a ser disciplinados en el grupo. Año tras año, tienen
que completar el programa educativo marcado para cada curso. Se les educa para
ser obedientes, estar calladitos, sentados, haciendo las tareas marcadas,
durante varias horas al día. Poco a poco han de aprender a renunciar a su naturaleza de ser exploradores en movimiento, creativos,
curiosos… Para pasar a ser obedientes, sumisos y seguir las normas marcadas por
los adultos, limitando el desarrollo de sus potencialidades innatas.
Un estudio
realizado en 1968 por George Land, en una muestra de 1600 niños de 5 años,
mostraba que el 98% de ellos nacían con capacidades extraordinarias para
explorar, crear y resolver problemas. Los niños nacen con capacidades
asombrosas, ¡son verdaderos genios! El estudio mostró, 5 años más tarde, cuando
los niños tenían 10 años, que sólo el 38% llegaba a nivel de genio, y esta
cifra se redujo al 12% cuando tenían 15 años. De adultos, sólo el 2% alcanzaba
el nivel de genio.
El sistema
también nos adoctrina para que seamos competitivos, a través del sistema
numérico de calificaciones, nos enseña a compararnos con los demás. Sacar un
10 en un examen es hacer todo lo que
dijo el profe, justo como dijo el
profe. Se mutila cada vez más la capacidad de decidir, de crear, de potenciar las
capacidades individuales de cada persona. Ser “el/la mejor” es cumplir
al máximo con el deber que ya está
establecido y superar en ello a los demás.
Filósofos y
maestros han definido como “Ortonoia”
a este proceder establecido como correcto
y deseable: la raíz “orto” significa “correcto” y “noia” de noiesis,
“conocimiento”.
Y para seguir
ese “buen camino”, la sociedad nos sigue adoctrinando: Debes estudiar para conseguir un buen trabajo, casarte, tener una
familia, comprar muchas cosas, estar a la moda… Aprendemos a seguir la ruta
marcada, a seguir la senda de la mayoría, sacrificando el en camino seguirnos a
nosotros mismos y acallando, poco a poco, nuestra voz interior.
No es extraño
que los jóvenes, cuando alcanzan la mayoría de edad y han de tomar una decisión
en cuanto a qué profesión elegir, se sientan incapaces de saber qué quieren:
están acostumbrados a hacer lo que les marcan desde fuera, y quizás nunca se
pararon a escucharse a sí mismos y confiar en su propio criterio.
Pero esa voz
que habita en cada uno de nosotros, no
puede permanecer en silencio por siempre, termina expresándose. Quizás en forma
de tristeza, de confusión, de vacío existencial. Tal vez en forma de
nerviosismo, ansiedad, de tensión muscular o incluso dolor de cabeza. Es el
estado que sigue a la nombrada “Ortonoia”,
y que llamamos “Paranoia” o crisis de perturbación mental. Y en ese
punto surge el planteamiento: ¿sigo acallando esta voz con algún tratamiento
que me alivie y silencie mi sufrimiento?... o… ¿me decido a buscar y descubrir
quién quiero ser realmente? Esta elección
de crear el camino propio, siguiendo la voz interior es, en la citada
terminología, el estado “Metanoia”
que significa “más allá de la mente”.
La mente, en este sentido, podría considerarse el conjunto de creencias
adquiridas, limitadoras del verdadero potencial que poseemos.
LA HISTORIA DEL ELEFANTE ENCADENADO
Hace años leí
un cuento que refleja muy bien la reflexión del presente artículo:
<<Cuando era pequeña me encantaban los
circos. Quedaba impresionada por los animales que amenizaban la función, y me
llamaba la atención especialmente el gran tamaño y la fuerza descomunal del
elefante. Un día, ya después de la función, observé cómo el enorme animal
permanecía tranquilo, en las afueras de la carpa, tan sólo atado en una de sus
patas por una cadena y una pequeña estaca en la tierra. Me pregunté entonces
“¿Por qué no hace uso de su gran fuerza para soltarse y escapar?” Alguien me
respondió “Porque está amaestrado”. Me volví a plantear entonces… Y si está
amaestrado, “¿Por qué lo encadenan?”.
No obtuve respuesta convincente en ese
momento, y con el paso de los años me olvidé del misterio del elefante hasta
que alguien suficientemente sabio me resolvió el enigma:
Cuando el elefante era recién nacido, fue
atado con esa estaca a la tierra. El pobre elefantito intentaría usar todas sus
fuerzas para soltarse. Me lo imagino tirando, empujando, sudando agotado hasta
caer rendido. Un terrible día de su existencia, exhausto por el inútil
esfuerzo, dejó de intentarlo… para siempre. Nunca más ha vuelto a planteárselo,
porque el pobre animal cree que “no puede”>>.
Desgraciadamente,
al igual que el elefante encadenado, hay personas que permanecen toda su vida,
atadas a sus creencias de incapacidad… Sin plantearse el enorme potencial que
alberga en su interior.