Bienvenidos a Psicología de Vida

A través de este blog quiero compartir conocimientos y experiencias sobre la mente, el comportamiento y el sentir humano. Lejos de tecnicismos y diagnósticos psiquiátricos, me centro en la vida misma, en los condicionantes que influyen día a día en la felicidad o infelicidad de cada uno de nosotros. Para ello me baso en mi experiencia clínica en la consulta, en mi pasión por seguir formándome y aprendiendo cada año, cada día; en numerosas investigaciones que he contrastado; y cómo no, en mi experiencia personal. Mi objetivo es aportar y compartir. Mi deseo, poner en tus manos herramientas para ser más feliz.

domingo, 29 de abril de 2012

LOS LÍMITES DE LA MEDICINA


  Desde que en 1929 Fleming descubriera la penicilina como primer antibiótico contra enfermedades, los avances de la MedicinaOccidental han salvado millones y millones de vidas. Podemos dar innumerables ejemplos de los “milagros” de esta disciplina. Quizá uno de los más llamativos sea el infarto de miocardio:
  
           Una paciente llega a urgencias en el umbral de la muerte, pálida, casi sin respirar y con un dolor insoportable en el pecho. El equipo médico, guiado por años de investigación puntera con miles de pacientes, sabe perfectamente el procedimiento: en cuestión de minutos la entuban, el oxígeno entra por sus fosas nasales, un fármaco le dilata las venas, otro le frena las pulsaciones, una dosis de aspirina evita nuevos coágulos y morfina para el dolor. En cuestión de diez minutos le han salvado la vida: habla con sus familiares y hasta sonríe. Realmente espectacular.

   
           Y estos resultados rápidos y milagrosos de la Medicina han pretendido extrapolarse a todos los problemas o necesidades del ser humano. Existe un fármaco para absolutamente todo. Desde un analgésico para un simple dolor de cabeza, hasta un fármaco que potencia el bronceado solar de la piel.

           Pero ¿realmente la Medicina Occidental tiene soluciones para todos los problemas de salud?

         A veces la firme confianza en que sí, nos hace buscar ese “milagro farmacéutico” no sólo ante problemas físicos, sino cuando hay un sufrimiento emocional. Se busca la pastilla mágica que, sin necesidad de esfuerzo personal, resuelva el problema. Tristeza por un obstáculo acontecido, nerviosismo, ansiedad, estrés. Sólo es necesario una cita con el médico de cabecera y expresar el malestar padecido para obtener la receta de cualquier ansiolítico o antidepresivo. Y quizá el alivio de los síntomas no se haga esperar.
  
            El problema viene cuando meses o años más tarde, el organismo ha desarrollado la tolerancia al fármaco y los efectos beneficiosos han disminuido o incluso desaparecido. La persona evidencia más que nunca que ha sido incapaz de afrontar su problema, que ahora le parece más grande por el paso del tiempo. Se siente dependiente de ese puñado de pastillas, sin un atisbo de confianza en sí misma.


      
            A menudo, además, el malestar emocional se amplía al plano físico: contracturas, dolores o inflamación. La explicación está en la íntima conexión entre el cerebro emocional y el sistema inmune que defiende el organismo: parece que cuando nuestro estado de ánimo se rinde, también lo hacen nuestras defensas. Las dolencias físicas quizás serán tratadas con nuevos fármacos y limitarán también la actividad habitual de la persona, acentuando su malestar y atrapándola aún más en su problema.

            Sin embargo, afortunadamente cada vez son más las personas y los profesionales sensibilizados con el “uso racional” de los fármacos. Conscientes del marketing de la gran industria farmacéutica y con una visión más crítica e inteligente. Apuestan por resolver la raíz del problema y no sólo aliviar temporalmente los síntomas. Deciden confiar en los propios recursos personales y afrontar de cara las dificultades. Con ayuda terapéutica o sin ella, descubren que la verdadera clave de la curación está en nuestro interior.




            Así lo demuestran numerosas investigaciones científicas que señalan la importancia de potenciar la defensa natural y el desarrollo de los recursos propios de afrontamiento. En palabras del investigador científico Joe Dispenza disponemos de una Inteligencia Superior mucho mayor de lo que pensamos,

            “Es la misma inteligencia que hace que nuestro corazón lata en este momento. Nuestro corazón bombea siete litros y medio de sangre por minuto, más de trescientos treinta y ocho litros de sangre por hora, late cien mil veces al día, cuarenta millones de veces al año y más de tres mil millones de veces en una vida. Bombea constantemente sin que tengamos que pensar en ello conscientemente. Si consideramos eso vemos que hay un orden, que hay una inteligencia que nos da vida, que mantiene el latido de nuestro corazón. Es la misma inteligencia que digiere nuestra comida, que la descompone en gases y nutrientes y la organiza para reparar el cuerpo. Todo ello sucede sin que lo pensemos conscientemente”.

            Confiar y  conectar con esta Inteligencia Superior que nos habita se convierte en la clave para potenciar el bienestar de nuestro cuerpo y mente… Parafraseando a Dispenza:


                “Cabalgamos a lomos de un Gigante… 

                                                         ...sólo tenemos que susurrarle al oído”.



             



         Una de las múltiples formas de potenciar la propia fuerza de curación, es la técnica de "visualización". Las personas interesadas en practicarla, pueden descargar gratuitamente este audio. Recomiendo oírlo con auriculares al menos 1 vez al día durante 3 semanas. Se trata de una nueva versión que he elaborado de la Técnica “Confío en mí”. Para acceder, hacer click en el siguiente enlace:

 http://www.monicaferrera.es/Enlaces_de_interes.html




Nota: Dedico especialmente este artículo a mis amigos médicos y psiquiatras con los que he tenido la fortuna de compartir conocimientos y experiencias. Una misma labor nos une: la sanación del sufrimiento humano.
           

           
             


martes, 10 de abril de 2012

SANAR EL DOLOR

        El dolor es posiblemente una de las experiencias más compartidas universalmente. 

         Junto con el miedo, la ira y el placer (descritos en artículos anteriores de este blog) el dolor es una de las cuatro emociones primarias. Saber aceptar y sanar el dolor se convierte en un aprendizaje indispensable para evitar el sufrimiento innecesario en la vida.

        En el plano físico, el dolor es una sensación desagradable que funciona como mecanismo de protección de nuestro cuerpo. Pensemos, por ejemplo, en el dolor que sentimos cuando mantenemos durante largo tiempo una misma postura corporal: gracias al cambio de posición motivado por el dolor preservamos los músculos y huesos que de otro modo resultarían dañados. De hecho, la enfermedad de “insensibilidad congénita al dolor” acorta drásticamente la vida de las personas afectadas.

        En el plano emocional, el dolor también es una señal: nos indica que algo que sucede en nuestra vida es diferente a lo que deseábamos. Y por ello, sufrimos. Quizá, por ejemplo, deseábamos vivir por siempre con una pareja amada, que un día nos abandonó, hiriéndonos profundamente.

        Pero, ¿cómo sanar las heridas?

                                            

        Puedo afirmar que todas las personas a quienes he  tenido la oportunidad de conocer de forma más cercana tenían algo en común: en algún momento de sus vidas algo les hirió profundamente. Posiblemente en su niñez no percibieron ser suficientemente amados, o valorados; quizás algún familiar cercano murió dejando un gran vacío, o tal vez el primer amor les traicionó duramente.

        Toda pérdida o herida profunda viene seguida de un proceso de “duelo”. La palabra duelo viene del latín dolus: dolor. Y en este sentido, la única forma de salir del dolor es atravesarlo. Frente a una herida dolorosa, podemos decidir desinfectarla, a pesar del escozor; o al menos cuidar que no se infecte para que cicatrice cuanto antes; pero no podemos hacer que desaparezca por arte de magia, sin que quede la cicatriz.

        Además la cicatriz de una herida profunda siempre va a permanecer en nuestra piel, pero cuando la tocamos, ya no sangra. Igualmente cuando atravesamos un proceso de duelo, jamás lo olvidaremos, pero ya no nos duele. Desgraciadamente, nuestra memoria guarda mucho más tiempo los recuerdos dolorosos que los felices.

       Sin embargo, algunas heridas pueden permanecer abiertas y dolientes durante largos años y es necesario entonces detectarlo para completar el proceso de duelo. Sucede cuando se sueña a menudo con el suceso doloroso a pesar de que haya pasado mucho tiempo, o cuando se recuerda prácticamente a diario lo ocurrido provocando una tristeza profunda, o incluso cuando se teme emprender algo, como un nuevo amor, por miedo a sufrir nuevamente. En esos casos la herida muestra estar aún abierta, y de esta forma se sufre mucho más porque el dolor se prolonga indefinidamente en el tiempo.

        Otras formas de alargar el sufrimiento es soportar una situación dolorosa por miedo a un dolor que sería más profundo pero más corto en el tiempo. Pensemos en una persona que soporta las infidelidades de su pareja porque piensa que el dolor de abandonarlo sería insoportable. Seguramente en su relación dolorosa se alternarán momentos de esperanza que no harán sino perpetuar la resistencia a dar el paso de romper la tormentosa relación. Este caso nos sirve de ejemplo para diferenciar los dos tipos de dolor; observemos la siguiente gráfica:



        El dolor curativo (o constructivo) sirve para sanar una herida y empezar a construir el presente y el futuro. Es más intenso pero mucho más corto en el tiempo (en el ejemplo, sería el duelo después de renunciar a la relación dolorosa).

           El dolor destructivo es un sufrimiento que debilita y destruye poco a poco a la persona sin conducirla a una sanación. Puede ser indefinido, por tanto se trata de mucho más dolor (en el ejemplo, sería soportar la relación de infidelidad).


        De este modo, el dolor constituye una señal muy valiosa.  Nos muestra una necesidad de movilizarnos en la vida: tal vez a aceptar una pérdida y sanar la herida para continuar el camino;  o quizás para reconducirnos hacia la felicidad que realmente anhelamos.