Bienvenidos a Psicología de Vida

A través de este blog quiero compartir conocimientos y experiencias sobre la mente, el comportamiento y el sentir humano. Lejos de tecnicismos y diagnósticos psiquiátricos, me centro en la vida misma, en los condicionantes que influyen día a día en la felicidad o infelicidad de cada uno de nosotros. Para ello me baso en mi experiencia clínica en la consulta, en mi pasión por seguir formándome y aprendiendo cada año, cada día; en numerosas investigaciones que he contrastado; y cómo no, en mi experiencia personal. Mi objetivo es aportar y compartir. Mi deseo, poner en tus manos herramientas para ser más feliz.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

EN BUSCA DE LA INFELICIDAD: LA ADICCIÓN AL SUFRIMIENTO

Parece absurdo que una persona busque de forma consciente su infelicidad; eso más bien lo atribuimos a una perversión más seria,  conocida como Masoquismo. Pero seguro que todos hemos oído a alguien frases como: “Siempre tengo tan mala suerte…” “Si es que no levanto cabeza “.  O la plena confianza en la popular ley de Murphy: “Si algo puede salir mal, saldrá mal”.  Y si en medio de tanto infortunio, la vida le apremia a esta persona con una circunstancia feliz, apenas empieza a saborear la alegría cuando sentencia: “Uff, estoy tan feliz que verás que algo malo me tiene que ocurrir para estropearlo”. Para estas personas es como si el sufrimiento fuera el centro de gravedad que mantiene los pies en la Tierra, y la felicidad como un milagro que nos permite volar, pero sólo de forma momentánea, como un sueño fugaz. Si conoces a alguien así, o en ocasiones tú mism@ piensas de esta forma, quizás seas, sin darte cuenta, un “buscador de infelicidad”. Y como dicen los sabios, el que busca, encuentra.

Y no es difícil encontrar el sufrimiento en nuestra sociedad, incluso regocijarse en él como algo honroso. Ya nos  enseñaron desde pequeños que el sufrimiento santifica: todos los santos llevaron una vida de sacrificio y penitencia y por eso son venerados. Las personas que “entregan” su vida por otros o que viven esclavizados por la obligación, son compadecidas y valoradas como seres admirables. Quién no ha oído a sus abuelos narrar con heroicidad todas las penurias que les hicieron fuertes desde niños; y todo ese calvario les honra y les llena de orgullo. En nuestro día a día, cuando encontramos a conocidos y nos interesamos por sus vidas es fácil obtener respuestas como “voy tirando”, o relatos de las últimas malas noticias familiares o de los nuevos difuntos del barrio. Como si dar malas noticias entrañara un placer morboso…

También nuestra cultura ensalza el dolor: las canciones con más éxito hablan de desamor y amargura, grandes poetas describen el sufrimiento humano en sus versos; en cuanto al cine, hay multitud de obras clásicas de drama como “Lo que el viento se llevó”… Las telenovelas están protagonizadas por hermosas doncellas sufrientes; los clásicos cuentos como “La cenicienta”, “La bella durmiente”… representan la belleza de jóvenes valoradas por su debilidad y desgracia. Y los medios de comunicación consiguen su mayor audiencia exponiendo noticias escabrosas, imágenes de sufrimiento…



Todos estos mensajes llegan directamente a nuestro cerebro emocional, y si no son filtrados por la razón, se acomodan y almacenan como patrones de pensamiento y comportamiento. En otras palabras, el cerebro “aprende a sufrir” y reproduce esa dinámica de funcionamiento doloroso. Y el cerebro, que se comporta como un sirviente al que enseñamos a hacer su trabajo para que esté a nuestro servicio, reproduce y fortalece esos patrones de comportamiento en nuestra vida. Por otra parte, emitir comportarnos de dolor puede conllevar ganancias emocionales y materiales por parte del entorno. Por ejemplo, el caso de una mujer que queda viuda y desahoga su dolor con familiares que se sienten en el compromiso de compadecerla y prestarle atenciones constantes. Estos beneficios refuerzan aún más el sistema de “búsqueda de sufrimiento”, que puede alargarse de forma indefinida.


Cuando manifestamos en nuestra vida patrones de comportamiento sufrientes, nuestra mente se adapta a esas experiencias y las reproduce de forma mecánica. Nuestro cerebro se adapta de tal forma a esas experiencias y sentimientos de dolor, que si le privamos de emociones dolorosas se sentirá extraño y desequilibrado. Exactamente igual que un drogodependiente al que le falta la droga. La droga es una sustancia mortífera y dañina, pero el drogadicto la necesita para conseguir el equilibrio patológico al que está acostumbrado. Cuando nuestro cerebro emocional está adaptado a sufrir, necesita igualmente de dosis de sufrimiento para sentirse en equilibrio, por supuesto, un equilibrio patológico. No es raro, pues, que estas personas se sientan extrañas al vivir un acontecimiento feliz: experimentan como un vértigo que les desequilibra y les hace tender de nuevo a lo conocido: a su línea de sufrimiento habitual. Se establece por tanto lo que llamamos “la adicción al sufrimiento”.

Pero ninguna adicción es incurable. Es más, termina muriendo si no obtiene sus dosis. Claro está, para ello se ha de tener el valor de atravesar “el síndrome de abstinencia” propio de cualquier recuperación adictiva. Esto es: soportar el desequilibrio patológico que nos conduce al dolor, para destruirlo y establecer un nuevo equilibrio sano que nos incite a buscar el bienestar. Porque, por fortuna,  todo sistema humano dispone de una fuerza que tiende hacia la libertad y la felicidad, pero necesita de un acto de voluntad para desplegar su todo su poder.

 Y todos somos libres de esta elección. Quizá la mayor elección de nuestras vidas…
Sobre este dilema versa esta sabia historia: 

Una mañana un viejo Cherokee le contó a su nieto acerca de una batalla que ocurre en el interior de las personas...
El dijo, "Hijo mío, la batalla es entre dos lobos dentro de todos nosotros”
"Uno es Malvado -  Es ira, envidia, celos, tristeza, pesar, avaricia, arrogancia, autocompasión, culpa, resentimiento, inferioridad, mentiras, falso orgullo, superioridad y ego..
"El otro es Bueno -  Es alegría, paz, amor, esperanza, serenidad, humildad, bondad, benevolencia, empatía, generosidad, verdad, compasión y fe." 
El nieto lo meditó por un minuto y luego preguntó a su abuelo: “¿Qué lobo gana?” 
 El viejo Cherokee respondió, "Aquél al que tú alimentes."




domingo, 11 de diciembre de 2011

CUANDO LA SOMBRA DEL MIEDO NOS PERSIGUE

 “Existen tantos miedos como se pueden inventar”, dice Óscar Wilde. Podemos tener miedo a cosas que nos rodean en nuestro mundo: por ejemplo a los perros, a las arañas, a la oscuridad.; podemos temer a las alturas, a los espacios cerrados, a coger un avión;  podemos temer a las mismas personas, como es el caso de los tímidos, o personas incapaces de expresarse en grupo; o podemos temernos a nosotros mismos: a estar solos, o incluso a perder la lucidez o en control.
 
Pero, ¿qué es el miedo?

           El miedo es la emoción más primitiva que existe en los humanos. Es una reacción inmediata ante un peligro. Cuando nuestros antepasados vivían en la selva y tenían que cazar para alimentarse, el miedo era su protector ante los depredadores. A la mínima señal de cercanía de un depredador peligroso, el miedo activa en el hombre cazador el modo de alerta-huída en su sistema: hipervigilancia: los ojos se abren como platos y hacen un rápido barrido del entorno, los oídos se agudizan a sutiles sonidos, la respiración se acelera, el corazón late a gran velocidad y provee de oxígeno y nutrientes a todos los músculos del cuerpo, que ya están en tensión, preparados para la carrera. El sistema digestivo también se prepara: se vaciará si es necesario a través del vómito o la defecación para no emplear la energía en la digestión: todas las energías son necesarias para la huida hacia un lugar seguro. Y gracias a este milagroso mecanismo del miedo, el hombre cazador podrá sobrevivir. Es por tanto el miedo una emoción necesaria para protegernos del peligro.
Imagino que estaréis pensando, “pero ahora no vivimos en la selva; no hay animales depredadores…” Y es cierto, ahora los peligros han cambiado, y el miedo puede ser un protector pero también un destructor en nuestra vida. Vamos a explicarlo:

1)      Si no tuviéramos miedo, podríamos morir fácilmente. El miedo es necesario para vivir y nos protege de peligros reales. Imaginemos que vamos tranquilamente cruzando una calzada y de repente oímos la bocina de un camión que se acerca a gran velocidad. La reacción de miedo es inmediata: se activa el mecanismo de huida que nos hará correr hacia la acera para estar a salvo. El proceso es idéntico al descrito arriba ante el depredador. Podemos llamar “miedo protectivo” a esta emoción adaptativa y necesaria para preservar la vida.

2)      Pero hay veces que el miedo no nos protege de un peligro real, sino que se torna en un “miedo destructivo”, a veces irracional, que nos paraliza y va destruyendo nuestra salud. Puede ser un miedo difícil de identificar que se presenta con una sensación de angustia difusa, poco clara: “Tengo miedo, pero no sé a qué”… O puede ser un miedo con nombre y apellidos que podemos describir de forma concreta: miedo a afrontar una situación en la que antes hemos sufrido o fracasado, miedo a enfermar, a la muerte, a perder el control de uno mismo,  a exámenes, a los insectos, miedo a abandonar una pareja que sabemos que nos daña, miedo a estar solo o a ir solo a ciertos lugares…En ocasiones, la persona  puede saber que no se trata de un peligro real (por ejemplo, no va a morir por quedarse solo en casa); lo sabe pero no lo siente.

El “miedo destructivo” somete a nuestro sistema a un constante estado de alerta: podemos percibir síntomas en nuestro cuerpo similares al verdadero mecanismo de huida: estado de agitación, palpitaciones, tensión muscular o problemas digestivos. Este miedo, si se mantiene en el tiempo, como su nombre indica, poco a poco va destruyendo sistemas dentro de nuestro cuerpo, sobre todo el sistema inmunológico, encargado de defendernos de enfermedades; y a nivel psicológico, va mermando el bienestar y la seguridad en sí mismo.

          Muchas personas me preguntan cómo pueden vencer el miedo, si a veces hace muchos años que conviven con él y cada vez le asusta más afrontarlo. Yo les devuelvo la pregunta en dirección contraria:

“¿Qué podrías hacer para permitir que este miedo te siga destruyendo?”

La respuesta en ocasiones se dilata unos segundos, pero siempre es contundente:

“Seguir sin afrontarlo, seguir huyendo…”

“Entonces, deberías tener miedo a seguir huyendo”…


Os invito a visionar este vídeo, relacionado con el miedo y de cómo transformarlo en valor: