Parece absurdo que una persona busque de forma consciente su infelicidad; eso más bien lo atribuimos a una perversión más seria, conocida como Masoquismo. Pero seguro que todos hemos oído a alguien frases como: “Siempre tengo tan mala suerte…” “Si es que no levanto cabeza “. O la plena confianza en la popular ley de Murphy: “Si algo puede salir mal, saldrá mal”. Y si en medio de tanto infortunio, la vida le apremia a esta persona con una circunstancia feliz, apenas empieza a saborear la alegría cuando sentencia: “Uff, estoy tan feliz que verás que algo malo me tiene que ocurrir para estropearlo”. Para estas personas es como si el sufrimiento fuera el centro de gravedad que mantiene los pies en la Tierra, y la felicidad como un milagro que nos permite volar, pero sólo de forma momentánea, como un sueño fugaz. Si conoces a alguien así, o en ocasiones tú mism@ piensas de esta forma, quizás seas, sin darte cuenta, un “buscador de infelicidad”. Y como dicen los sabios, el que busca, encuentra.
Y no es difícil encontrar el sufrimiento en nuestra sociedad, incluso regocijarse en él como algo honroso. Ya nos enseñaron desde pequeños que el sufrimiento santifica: todos los santos llevaron una vida de sacrificio y penitencia y por eso son venerados. Las personas que “entregan” su vida por otros o que viven esclavizados por la obligación, son compadecidas y valoradas como seres admirables. Quién no ha oído a sus abuelos narrar con heroicidad todas las penurias que les hicieron fuertes desde niños; y todo ese calvario les honra y les llena de orgullo. En nuestro día a día, cuando encontramos a conocidos y nos interesamos por sus vidas es fácil obtener respuestas como “voy tirando”, o relatos de las últimas malas noticias familiares o de los nuevos difuntos del barrio. Como si dar malas noticias entrañara un placer morboso…
También nuestra cultura ensalza el dolor: las canciones con más éxito hablan de desamor y amargura, grandes poetas describen el sufrimiento humano en sus versos; en cuanto al cine, hay multitud de obras clásicas de drama como “Lo que el viento se llevó”… Las telenovelas están protagonizadas por hermosas doncellas sufrientes; los clásicos cuentos como “La cenicienta”, “La bella durmiente”… representan la belleza de jóvenes valoradas por su debilidad y desgracia. Y los medios de comunicación consiguen su mayor audiencia exponiendo noticias escabrosas, imágenes de sufrimiento…
Todos estos mensajes llegan directamente a nuestro cerebro emocional, y si no son filtrados por la razón, se acomodan y almacenan como patrones de pensamiento y comportamiento. En otras palabras, el cerebro “aprende a sufrir” y reproduce esa dinámica de funcionamiento doloroso. Y el cerebro, que se comporta como un sirviente al que enseñamos a hacer su trabajo para que esté a nuestro servicio, reproduce y fortalece esos patrones de comportamiento en nuestra vida. Por otra parte, emitir comportarnos de dolor puede conllevar ganancias emocionales y materiales por parte del entorno. Por ejemplo, el caso de una mujer que queda viuda y desahoga su dolor con familiares que se sienten en el compromiso de compadecerla y prestarle atenciones constantes. Estos beneficios refuerzan aún más el sistema de “búsqueda de sufrimiento”, que puede alargarse de forma indefinida.
Cuando manifestamos en nuestra vida patrones de comportamiento sufrientes, nuestra mente se adapta a esas experiencias y las reproduce de forma mecánica. Nuestro cerebro se adapta de tal forma a esas experiencias y sentimientos de dolor, que si le privamos de emociones dolorosas se sentirá extraño y desequilibrado. Exactamente igual que un drogodependiente al que le falta la droga. La droga es una sustancia mortífera y dañina, pero el drogadicto la necesita para conseguir el equilibrio patológico al que está acostumbrado. Cuando nuestro cerebro emocional está adaptado a sufrir, necesita igualmente de dosis de sufrimiento para sentirse en equilibrio, por supuesto, un equilibrio patológico. No es raro, pues, que estas personas se sientan extrañas al vivir un acontecimiento feliz: experimentan como un vértigo que les desequilibra y les hace tender de nuevo a lo conocido: a su línea de sufrimiento habitual. Se establece por tanto lo que llamamos “la adicción al sufrimiento”.
Pero ninguna adicción es incurable. Es más, termina muriendo si no obtiene sus dosis. Claro está, para ello se ha de tener el valor de atravesar “el síndrome de abstinencia” propio de cualquier recuperación adictiva. Esto es: soportar el desequilibrio patológico que nos conduce al dolor, para destruirlo y establecer un nuevo equilibrio sano que nos incite a buscar el bienestar. Porque, por fortuna, todo sistema humano dispone de una fuerza que tiende hacia la libertad y la felicidad, pero necesita de un acto de voluntad para desplegar su todo su poder.
Y todos somos libres de esta elección. Quizá la mayor elección de nuestras vidas…
Sobre este dilema versa esta sabia historia:
Una mañana un viejo Cherokee le contó a su nieto acerca de una batalla que ocurre en el interior de las personas...
El dijo, "Hijo mío, la batalla es entre dos lobos dentro de todos nosotros”
"Uno es Malvado - Es ira, envidia, celos, tristeza, pesar, avaricia, arrogancia, autocompasión, culpa, resentimiento, inferioridad, mentiras, falso orgullo, superioridad y ego..
"El otro es Bueno - Es alegría, paz, amor, esperanza, serenidad, humildad, bondad, benevolencia, empatía, generosidad, verdad, compasión y fe."
El nieto lo meditó por un minuto y luego preguntó a su abuelo: “¿Qué lobo gana?”
El viejo Cherokee respondió, "Aquél al que tú alimentes."